Diseño y modelos administrativos

El modelo de organización que adopte un Estado es un aspecto central en su desarrollo económico, político, social y humano. Constituye, ni más ni menos, que el “salto de calidad” que permite a las democracias modernas pasar del simple crecimiento al verdadero desarrollo (Prats i Catalá, 1998).

Durante el siglo XX se delinearon diversas teorías sobre el modelo de organización adecuado para América Latina y la Argentina, en su mayoría concebidos en países de Europa Occidental y/o de América del Norte.

Así fue que a mediados de siglo se intentó una reforma administrativa que dejase atrás el arquetipo de Estado patrimonialista, donde el gobernante administra y dispone de los bienes del Estado como si fueran propios, favoreciendo el clientelismo económico y político, a la vez que se reducen las políticas públicas a herramientas para la obtención de beneficios personales nunca extendidos al pueblo. El nuevo diseño procuró sentar las bases de una burocracia racional, centrada en un cuerpo de agentes técnicos, políticamente neutrales, que encuentra en el cumplimiento de las reglas preestablecidas su objetivo principal.

Hacia fines de la década del ochenta, las concepciones ideológicas imperantes tendieron a instaurar un modelo económico neoclásico de corte liberal, encontrando en las falencias del modelo burocrático -llamadas buropatologías- las excusas para un cambio de paradigma, bregando por la conveniencia de un Estado mínimo sin un rol protagónico, sino secundario y netamente subsidiario. Se abandonó el concepto amplio de “administración” y se incorporó la idea restringida de “gerencia”.

La estrategia resultó en la privatización de empresas públicas; la supresión de estructuras, competencias y atribuciones estatales; y en el cambio de cultura y concepción de la función y el empleo público.

El concepto de “burocracia” (galicismo que proviene del término bureaucratie, entendido como “gobierno de oficina”) comenzó a perder velozmente su originaria connotación positiva de “organización regulada por normas que establecen un orden racional para distribuir y gestionar los asuntos que le son propios”, para instalarse en la conciencia colectiva su significado peyorativo de “administración ineficiente a causa del papeleo, la rigidez y las formalidades superfluas”.

La experiencia demostró que ninguno de los paradigmas novedosos aportó las soluciones que sus construcciones teóricas preveían. No se logró enfocar el objetivo primordial a lograr: una organización orientada al desarrollo.

La nueva matriz de la organización debe propiciar una asignación estratégica de competencias y medios a las estructuras estatales: descentralizando potestades decisorias, incorporando la visión de todos los involucrados en la formulación y planificación de políticas públicas, introduciendo el uso de nuevas tecnologías para agilizar sus procedimientos y ofreciendo a los y las trabajadores/as públicos/as una amplia oferta de formación e incentivos en su trayectoria administrativa, que tiendan a eliminar las desigualdades con enfoque de género.

Se trata de explorar nuevos caminos para asegurar un funcionamiento coordinado y eficaz de un Estado que enfoque eficazmente las prioridades políticas, y mejore la efectividad y transparencia de sus acciones sobre la base de la participación democrática los diversos actores sociales.

Con ese objetivo, procuramos identificar experiencias de gestión con dicha orientación para adentrarnos en su estudio y difusión, ensayando alternativas superadoras y adaptadas a nuestro medio.