REFLEXIONES SOBRE LO URGENTE Y NECESARIO
Por Julián Lopardo, Director Ejecutivo de Governeo.
A lo largo de las últimas décadas asistimos a un persistente debate nacional en torno al ejercicio por parte del Poder Ejecutivo de facultades que, de acuerdo con nuestro diseño constitucional, corresponden esencialmente a la rama legislativa. Esto se concreta a través del dictado de los habitualmente llamados
Decretos de Necesidad y Urgencia.
Vale resaltar, como punto de partida de este breve análisis, que dentro del sistema republicano de gobierno la división del ejercicio de las diferentes funciones del poder público -legislativa, ejecutiva y judicial– constituye un sistema de frenos y contrafrenos concretado mediante una trama de reglas y garantías que aseguran nuestros derechos y libertades ciudadanas, resguardándonos de los eventuales abusos del poder.
En este “juego” institucional, las reglas son establecidas por el Poder Legislativo, en cuyo recinto debe darse –idealmente- el debate libre y plural que produzca los consensos o las mayorías necesarias para la sanción de leyes que, en definitiva, son aplicables a todos. Allí encuentran representación proporcional los distintos sectores sociales, corrientes ideológicas e intereses territoriales, conteniéndose todas las voces del arco político. Y, dentro de ese marco normativo prestablecido, el Presidente de la Nación o los Gobernadores provinciales -si nos referimos al ámbito local- ejecutarán las políticas públicas que estructuren su plan de gobierno.
En ese contexto, la utilización sistemática como herramienta de gestión de los Decretos de Necesidad y Urgencia es una cuestión siempre controversial, ya que se trata del dictado de disposiciones con rango de ley –que por ello modifican el marco jurídico y pueden restringir derechos- por parte de quienes no han sido elegidos para ello. Así, las reglas son establecidas por órganos ejecutivos que representan sólo a las eventuales y transitorias mayorías, careciendo su proceso intelectivo del equilibrio que pueden aportar las diversas visiones representadas en un debate legislativo.
En la década del ’90 la utilización de esta modalidad en materias de trascendencia nacional generó una reacción adversa en parte de la opinión pública, motivando la inclusión de su regulación entre los temas tratados por la Convención Constituyente del ’94. Allí, se intentó poner límites precisos a su instrumentación en el marco de una, tal vez malograda, estrategia de atenuación del sesgo presidencialista históricamente presente la vida institucional argentina.
El texto resultante de la actividad de la Convención estableció una prohibición genérica al Presidente para emitir disposiciones legislativas, de la cual sería prudente partir en toda interpretación que se haga respecto de su validez. También se determinaron materias excluidas del ámbito de aplicación de los DNU, requisitos de forma y procedimentales para su dictado, así como un mecanismo de control por parte del Poder Legislativo que fortalece su rol como originario detentador de la función legislativa.
La referencia no es intrascendente, ya que distinguida doctrina sostuvo como válida la utilización del DNU como mecanismo de impulso de la actividad legislativa. En otras palabras, han dicho que es legítimo que el Poder Ejecutivo ejerza las atribuciones del Legislativo como forma de obligarlo luego a pronunciarse, acompañando o rechazando sus medidas.
Sin embargo, este enfoque parece contradictorio con el espíritu limitativo del presidencialismo que guio la última reforma de la Carta Magna y con el principio de división de poderes que aconseja ir en otra dirección; puesto que el dictado de un DNU implica la asunción por parte de la Administración de atribuciones propias del Poder Legislativo, sin su previa habilitación.
Lo concreto es que el artículo 99, inc. 3, de la Constitución Nacional prohíbe -como regla general- el ejercicio por el Poder Ejecutivo de atribuciones legislativas, estableciendo como excepción la posibilidad del dictado de un DNU siempre que existan circunstancias extraordinarias que impidan seguir el trámite legislativo ordinario. Es decir que el objetivo Convención Constituyente no fue habilitar un mecanismo habitual y discrecional, sino poner coto al dictado de estos Decretos a través de su regulación.
Al respecto, la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en el caso “Verrocchi” (Fallos; 322:1726), expresó que para que se configure tal situación es necesario que exista la imposibilidad de reunión de las Cámaras del Congreso por razones de fuerza mayor o una situación de urgencia tal que torne incompatible su resolución con el plazo que demanda el trámite normal de sanción de las leyes. Manifestó además que la Constitución “…no habilita a elegir discrecionalmente entre la sanción de una ley o la imposición más rápida de ciertos contenidos materiales por medio de un decreto”. Criterio que parece excluir aquellas teorías que justifican la utilización del DNU como mecanismo legítimo de activación de la actividad legislativa.
Valen sólo parcialmente estas reflexiones para el abordaje de la cuestión en el ámbito de la provincia de Buenos Aires, pues sus disposiciones constitucionales –más estrictas en la materia- no prevén expresamente su utilización.
Al respecto, la línea jurisprudencial de la Suprema Corte de Justicia provincial ha variado a lo largo del tiempo, desde posiciones favorables a su validez en casos excepcionales, como en el fallo “Coronel” (1999), o ante la ratificación de la medida por la Legislatura provincial, como sucedió en el caso “Iberargen” (2004); hasta negar su validez mediante la Resolución N º1925/01 –resultado de consulta sobre la validez del decreto Nº 1690/01- o en el caso “Asociación Judicial Bonaerense” (2011), por considerarlo un avance del Poder Ejecutivo sobre atribuciones que son propias del ámbito legislativo. Sin perjuicio de ello, en reiteradas oportunidades se utilizó el mecanismo, lo cual amerita un estudio y debate más profundo – e incluso urgente y necesario- sobre su contenido y alcances.
Como conclusión, el análisis de su validez debería partir de su carácter excepcional y restrictivo, ya que tanto a nivel federal como local, los constituyentes determinaron, como principio general, que el proceso legislativo -como etapa de reflexión colectiva, plural y democrática- dé forma y contenido a las normas que nos vinculan como ciudadanos. Y que estas últimas sean expresión, en su contexto histórico, del espíritu del pueblo proporcionalmente representado.